Varios cientos de miles de personas a lo largo y ancho del país, nucleadas alrededor de una de las pocas vacas sagradas argentinas que todavía sobreviven, como lo es la universidad pública y gratuita, quebraron la persistente inmunidad oficialista y la exasperante impotencia opositora. La magnitud del episodio fue tal que, aún con disfraces retóricos, la Revolución Liberal empezó a retroceder en la materia y sus contradictores se envalentonaron.

No se ingresará en estas líneas al presunto debate sobre el carácter político de la marcha universitaria por tratarse de un argumento sideralmente ridículo. Y encima, ni siquiera novedoso, es más viejo que la injusticia. A veces da la sensación de que el enfant terrible, Santiago Caputo, está bolsiqueando a los Grandes Hermanos. Sólo a veces.

En la previa, durante y después de la gigantesca movilización, el team gubernamental desplegó su usual batería de fuegos artificiales con fines distractivos. Allí se inscriben la extravagante cadena nacional celebratoria de un trimestre de superávit financiero, la tradicional amenaza de Patricia Bullrich y su protocolo, la denuncia (vieja y ajena) de irregularidades en las reparaciones a víctimas del terrorismo de Estado, el pedido de captura de un ministro iraní, las lágrimas de zurdo en el Instagram del presidente. No anduvo. Al día siguiente, agravios mediante, Javier Milei se comprometió a “garantizar los fondos para el funcionamiento de las universidades”.

Como ya se dijo aquí, el impacto del conflicto en Santa Fe es extraordinariamente significativo. Los diputados provinciales del PJ lo pusieron en cifras: “Sólo entre la UNL, la UNR y la UNRaf hay, en números redondos, 170 mil estudiantes, 8 mil docentes, 6 mil investigadores y 3 mil no docentes. A eso debemos sumarles las 5 facultades regionales de la UTN que hay en la provincia”. Agréguese la cantidad de dirigentes políticos de primera línea cuyo semillero fueron las federaciones estudiantiles y se tomará dimensión del asunto.

Para el artista antes conocido como Juntos por el Cambio, la situación se tornó visiblemente incómoda. Que lo diga si no el ex rector de la UNL, Mario Barletta, quien fue apurado en la movilización de la capital provincial para que adopte una postura opositora más firme. En su rol de diputado nacional, el miércoles no dio quórum en la sesión especial pedida por el peronismo para tratar el presupuesto universitario, pero parece difícil que esa opción sea sostenible en el tiempo.

Otro tanto se puede decir del PRO santafesino, en el que la marcha universitaria fue instrumento expositivo de su puja intestina. Federico Angelini, funcionario del ministerio de Seguridad de la Nación, salió a pegarle en la red social X a la protesta, y su enemiga íntima, la vicegobernadora Gisela Scaglia, lo cruzó con diplomacia: “Como egresada de la Universidad Nacional de Rosario siempre voy a defender la educación como motor de progreso. Impresionante marcha en defensa de la educación pública, acompaño a los estudiantes santafesinos que hoy están en la calle peleando por lo que es suyo”. Lo cortés no quita lo valiente.

La protesta universitaria obró también como campana de largada para una ofensiva peronista de mayor audacia. Ahí aparece el pedido de sesión para pasado mañana con el objetivo de voltear el mega DNU Nº 70. Por la resistencia del presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Martín Menem, da la sensación de que los números están cerca.

Y también, claro, la vuelta a la arena pública de Cristina Fernández de Kirchner, ayer en Quilmes. Se da en medio de una (otra) interna a cielo abierto del kirchnerismo, ahora entre el maximismo y el kicillofismo. Hay quienes entienden que es inevitable, una batalla por la sucesión al fin y al cabo. Pero los dirigentes involucrados en la pelea y los analistas del caso no advierten, o no les importa, la monumental irritación que generan, en su base electoral, esos espadeos minúsculos frente al tamaño de la agresión libertaria.

Algunos argumentarán que el canibalismo a veces salva, como ocurrió con los rugbiers uruguayos en la cordillera en 1972. No tiene por qué ser la única receta aplicable a un espacio político que, con todo, sigue siendo el principal depositario de la esperanza de los ofendidos por Milei.