La discusión sobre si los medios de comunicación influyen o no en la manera en la que percibimos lo que nos rodea suele ir de un extremo al otro, e incluso cambia de acuerdo a quien gana una elección: si es el candidato que nos gusta, le bajamos el precio a su influencia. Si, en cambio, se impone otro, le adjudicamos la derrota. La primera gestión de Cristina Fernández de Kirchner estuvo marcada por el enfrentamiento con el principal conglomerado de medios del país. Sin embargo, se impuso en 2011, en primera vuelta, con el 54,11% de los votos. Ocho años después, pese al enorme acompañamiento que recibió del mismo holding, con títulos que quedarán tristemente en la historia como “Pasiones argentinas: la decencia de los que buscan en la basura” y “Se puede despedir y terminar con la pobreza”, Mauricio Macri fue derrotado.

Durante los dos primeros años de gobierno de Macri, un análisis del diario Clarín arroja que el 71% de las tapas fueron favorables a la gestión, con un detalle interesante: ese porcentaje se repartió, mitad y mitad, entre elogios a Macri y críticas al kirchnerismo. El relevamiento, publicado por el periodista Álvaro Nantón, precisa que las tapas con cuestionamientos al macrismo apenas alcanzaron un 15% del total. Con ese apoyo, más el respaldo de los principales grupos económicos, y tras haber recibido el mayor préstamo que el Fondo Monetario Internacional otorgó en toda su historia, Macri intentó ser reelegido. Y se convirtió en el primero en no lograrlo.

La comunicación política es importante. Pero lo importante es la política. Entre 2015 y 2019 Argentina tuvo la desocupación más alta desde 2006, el PBI per cápita y el empleo registrado más bajos desde 2009. Cerraron 25.000 empresas y se perdieron 290.000 empleos privados. Macri llegó con la promesa de liberar el cepo cambiario, bajar la pobreza, controlar la inflación (“es de las cosas más simples”, había dicho) y regar a la Argentina con “una lluvia de inversiones” que nunca llegaron. No cumplió, y fue castigado en las urnas, aún cuando se hablaba maravillas de la capacidad comunicacional de su gobierno y de Marcos Peña, quien era presentado como el “CEO del año”, el tipo que gracias a su “call center” era el engranaje clave de una máquina electoral imbatible.

Hacerse cargo, sin la excusa de “los medios”

Alberto Fernández llegó, respaldado por Cristina Fernández de Kirchner, con la promesa de mejorar la vida de los argentinos y las argentinas. Que tuvieran previsibilidad, en un país que había tenido, en 2019, la inflación más alta desde 1991: 54,5%. No cumplió: hay una inflación interanual de casi 140% que hace imposible saber a qué precio estarán los productos básicos de una semana a la otra. Hay más trabajadores registrados en el sector privado y más actividad industrial que en 2019, sí; pero con sueldos pulverizados por la inflación, con asalariados formales por debajo de la línea de pobreza. Las razones de la derrota de Sergio Massa hay que buscarlas ahí, en la gestión, no en los medios de comunicación. 

Es imposible negar el impacto que tuvo en la gestión una pandemia que provocó millones de muertes en el mundo y una crisis económica sin precedentes. De hecho, hubo cambios de rumbos electorales pos covid en Estados Unidos, Chile, Colombia y Brasil, sólo por citar algunos ejemplos cercanos. Sin embargo, no alcanza para explicar semejante fracaso. Fernández logró un récord: incumplió el contrato electoral con quienes lo votaron convencidos, no supo retener a quienes se habían sumado por desencanto con Macri y generó más rechazo en quienes no lo habían acompañado.

Hacerse cargo, sin la excusa de “los medios”

A la histórica discusión sobre la influencia de los medios, ahora se suma el escenario de polarización en las redes. “Tenemos que estar en TikTok” o “Milei ganó la campaña en TikTok” es una frase que cualquier persona que se dedica a la comunicación escuchó en estos meses. Sobre esto, Martín Becerra escribió un artículo en el que afirma que “es falso que la candidatura de Milei tenga una estrategia superlativa en TikTok o que tenga una fórmula para aprovechar la dinámica de las redes sociodigitales que le está vedada a los demás aspirantes a la presidencia”. 

Y agrega: “Lo que el espacio de Milei cataliza es una tendencia previa de influencers, youtubers y cuentas con contenido antifeminista, xenófobo, antiprogresista, antiderechos laborales y ambientales y de exaltación de la violencia contra personas y grupos identificados como enemigos. Esa tendencia no es una fabricación de la actual campaña electoral, sino a la inversa: la campaña de Milei es producto de la convergencia de agendas que, sin ser novedosas, hallan articulación en voceros en redes digitales desde hace años. El sujeto que activa de modo militante a Milei lo precede”.

Hacerse cargo, sin la excusa de “los medios”

Milei no sólo logró insertarse en ese ecosistema preexistente, sino que además, antes, logró lo más difícil: hacer crecer su nivel de conocimiento en base a su permanente presencia en los medios de comunicación, que lo validaron como una referencia en materia económica, siempre dispuestos a festejar sus exabruptos que servían para incrementar el rating o los likes en las redes. Sólo entre el 1° de julio y el 31 de octubre de 2018 fue la persona más entrevistada en la televisión argentina: 235 presencias, con un total de 193.547 segundos de aire: es decir, más de 53 horas en apenas tres meses. Esas presencias se multiplicaron en los años posteriores, mientras el Frente de Todos intentaba dotar de épica a un gobierno que ajustó a los trabajadores y no controló el problema principal: la inflación. ¿Habría tenido el mismo éxito Milei en otro escenario? Uno supone que no. Lo que es indudable es que Milei logró quedarse con votos que en 2019 habían sido del Frente de Todos. Y si no hay una autocrítica al respecto, por fuera de “los medios”, el problema será aún más grave.

Los medios y la realidad

¿Significa esto que los medios no influyen? No. Significa que la discusión es más profunda, y que el debate no puede darse de manera superficial, aunque sea cómodo y tentador. Y así cómo es imposible negar la incidencia de los medios de comunicación en la forma en la que percibimos el mundo, ya que “existen pruebas de que el establecimiento de la agenda contribuye en la construcción simbólica que hacen los sujetos de su entorno, mediante un proceso de selección y omisión de temas y objetos y aportando imágenes o atributos sustanciales de los mismos” (McCombs, 2006, citado por Aruguete y Zunino) es cuanto menos inocente creer que una buena comunicación evitará conflictos ante una decisión política que afecte los intereses de sectores con poder.

En 2008, sólo cuatro meses después de haber asumido como presidenta, CFK se enfrentó a un hecho inédito en la historia del país: un lockout patronal que duró 129 días y que incluyó cortes de ruta, la interrupción de la comercialización de granos y la decisión de paralizar el envío de hacienda para faena al Mercado de Liniers. Fue una respuesta a la resolución 125, que modificaba el esquema de retenciones a las exportaciones de algunos productos, con un aumento que iba del 35% al 44%, y que además variaría de acuerdo a la cotización de los granos en el mercado internacional. En Santa Fe, la Mesa de Enlace (que nucleaba a la Sociedad Rural, Coninagro, Confederaciones Rurales Argentinas y Federación Agraria Argentina) tuvo un rol protagónico: tal es así que incluso el entonces gobernador, Hermes Binner, se reunió con sus referentes y les cedió el balcón de la Casa Gris para que saludaran a los manifestantes que se habían reunido allí para apoyarlos.

Hubo quienes atribuyeron aquella reacción de las patronales agropecuarias a “errores de comunicación” del gobierno. Sobre las equivocaciones políticas cometidas basta repasar la autocrítica de algunos de sus protagonistas y quién fue el encargado de negociar la resolución con el sector: Martín Lousteau, luego embajador en los Estados Unidos durante la gestión Macri. Pero sostener que una “mejor comunicación” hubiera apaciguado el enfrentamiento, a esta altura, resulta absurdo. Eso es ignorar que, desde que Julian Assange publicó los Wikileaks, se sabe que en mayo de 2007 Héctor Magnetto le advirtó al embajador Earl Anthony Wayne que la confrontación con el kirchnerismo “ya había comenzado”. “Nos comunicamos de arriba a abajo con la línea gerencial, con editores y periodistas de Clarín, y rutinariamente los incluimos en programas de entrenamiento de los Estados Unidos. Además de colocar nuestros artículos de opinión, Clarín aprecia que apoyemos activamente el desarrollo profesional de sus periodistas”, agregaba Wayne, tal como puede leerse en Argenleaks, de Santiago O'Donnell. 

Tampoco se puede negar que lo que había en marcha era un golpe. En Wikileaks también están las protestas de Cristian Sicardi, presidente de Cargill, por “el flujo creciente de regulaciones para incrementar el control del gobierno sobre las exportaciones”, el pedido para que intercedan ante lo que era “un perjuicio para la compañía”, la queja por su “falta de llegada al círculo íntimo de la presidenta” y porque Néstor Kirchner buscaba “poner de rodillas” al campo. O del propio Macri, quien ante el embajador alzó un vaso de agua y le explicó: “si este vaso fueran los Kirchner, todos se estarían peleando por volcarlo”.

Los medios más influyentes lograron instalar que el conflicto era “campo vs gobierno”. Quizás la respuesta comunicacional no haya sido la adecuada. Pero es insostenible creer que una mejor comunicación hubiera frenado los embates del principal conglomerado de medios contra el gobierno. Nicolás Casullo lo escribió en Página 12 en aquel momento: “Por encima de claros errores del Gobierno en no diferenciar los universos socieconómicos de los productores (…) La actuación de lo massmediático audiovisual resultó una experiencia casi inédita de impudicia, obscenidad ideológica y violentación de toda «objetividad» en cuanto a política de la imagen y de los encuadres de parte de los canales y sus noticias (…) Los acercamientos de cámaras donde 100 parecen 10.000, la conversión de la Sociedad Rural y Coninagro en revuelta de una suerte de «campesinado» andino escapando del napalm, la falta de toda intención ordenadora de los significados que están en juego hacen del noticierismo porteño la «natural» y/o alentada derechización ideológica con que se baña cotidianamente nuestra sociedad mirando la pantalla”.

Volvemos al inicio: aún después de esa cobertura, aún después del endurecimiento de los cuestionamientos al gobierno y de una agresividad nunca antes vista de parte de los medios hacia un Poder Ejecutivo, CFK se impuso con claridad en 2011. Un resultado que la mirada lineal “los medios definen las elecciones”, no explica.

Mientras en el mundo se discute acerca de la regulación de las empresas que están detrás de las principales redes, mientras sigue quedando claro que los grandes grupos económicos que controlan los medios no tienen demasiadas trabas para seguir expandiéndose, la realidad en la que toca hacer política es esta, y todas las fuerzas deben adaptarse. La gestión sigue siendo la mejor herramienta para sumar votos: si un gobierno le mejora la vida a la gente, es menos probable (no imposible) que pierda. ¿De qué manera se explican sino, además del ya mencionado triunfo de CFK en 2011, el de Alberto en 2019, el de Lula en Brasil, o más cerca, el de Kicillof en PBA, en mitad de un contexto adverso? Si el aparato electoral del PJ en PBA es “imbatible” ¿por qué ganó Vidal en 2015? Si los medios son decisivos ¿por qué ganó Kicillof en 2019 y 2023?

Hacerse cargo, sin la excusa de “los medios”

Ley de Medios, fake news y polarización

La magnitud del ataque fue tal que uno puede inferir que se convirtió en el empujón final para discutir la regulación de los medios en la Argentina, aún después de la cuestionable decisión de Néstor Kirchner de haberle permitido a Clarín la fusión con Multicanal. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual buscaba modificar la conformación oligopólica y monopólica que presentaba el sistema de medios. Se promovía el federalismo, se le ponía límites a la concentración y se le daba al sector público, a través del Estado nacional, provincial, municipal y universidades nacionales, y también a organizaciones no gubernamentales, un amplio espectro en el otorgamiento de las señales. 

La ley estuvo vigente seis años, pero la realidad no se modificó. Hubo fallos judiciales vergonzosos a favor de los grandes grupos económicos, quizás también errores de gestión y, con seguridad, falta de audacia de algunos funcionarios para tomar decisiones. En las mesas de café, en reuniones familiares, en la oficina, por primera vez comenzaba a debatirse sobre la sagrada objetividad del periodismo, una discusión que, hasta ese momento, sólo se daba en aulas de facultad. La importancia que tenía esa ley para el sector, aún sin aplicarse, quedó expuesta apenas asumió Macri: por decreto, sin el tan mentado “diálogo y consenso” del que suelen presumir, la redujo a la nada y, al mismo tiempo, le permitió a Clarín ingresar al negocio de la telefonía para, luego, autorizar su fusión con Telecom.

“Los medios son departamentos de grandes conglomerados empresariales que tienen como objetivo apoyar la política comercial e ideológica en la que se sustenta su sistema de producción y comercialización”, escribió Aram Aharonian en “El asesinato de la verdad”. Aquel conflicto con el campo se dio sin redes sociales de por medio. Si bien Facebook y Twitter (ahora X) ya existían, no tenían, ni por asomo, la influencia de hoy. Whatsapp recién apareció en 2009. Si en ese momento fue difícil esquivar el enfrentamiento ante una decisión que afectaba, claramente, los intereses de sectores de poder, hoy resulta imposible. 

Los periodistas Jeff Horwitz y Deepa Seetharaman publicaron un artículo en el Wall Street Journal en el que confirman que, desde hace tiempo, Facebook sabe que “polariza y radicaliza” a sus usuarios. Allí citan un documento interno de la compañía, de una presentación de 2018, en el que afirman lo siguiente: “Nuestro algoritmo explota la atracción del cerebro humano por la polarización. Si no se vigila, Facebook sugerirá a los usuarios contenidos cada vez más polarizante para conseguir su atención y aumentar el tiempo que pasan en la plataforma”. También que “el 64% de los miembros de grupos extremistas se unen a ellos gracias al sistema de recomendación y los algoritmos de «descubre»”. A fines de 2018 Mark Zuckerberg admitió el problema y dijo que uno de los objetivos sería “desincentivar el contenido límite”. Sin embargo, es precisamente ese contenido el que logra que los usuarios pasen más tiempo en la red, lo que significa más dinero para Facebook a través de los ingresos por publicidad. Esas iniciativas fueron desactivadas: Zuckerberg las descartó por “paternalistas”.  Aunque la decisión parece estar más vinculada a lo económico y a lo político: en esos documentos filtrados Facebook entiende que frenar la polarización afectaría especialmente a los usuarios y medios “conservadores”.

Todo esto sin siquiera mencionar el escándalo de Cambridge Analytica, con la inestimable participación de Steve Bannon, del que tanto se ha publicado en medios de todo el mundo, y que incluso tuvo un episodio vinculado a nuestro país, ya que el ex CEO de esa compañía admitió que planificó una campaña “antikirchner”, pero aseguró que “no llegaron a ejecutarla”.

En Anfibia, Iván Schuliaquer y Gabriel Vommaro publicaron un artículo en el que sostienen que “distintos estudios han mostrado que desde hace décadas gran parte de la conversación política de la sociedad suele darse entre quienes comparten ciertos preceptos comunes y se consideran cercanos (Tucker et al, 2018)” y que “las redes sociales consolidan esta endogamia bajo la forma de burbujas (Pariser, 2017), que llevan a que los usuarios circulen por barrios en los que su pensamiento es dominante (Calvo, 2015)”.

“Por esta vía, las redes han devenido un espacio donde se fomenta y se reproduce la polarización, mientras se solidifican ciertas identidades y se consolidan fronteras con los otros (Iyengar y Westwood, 2015). Esta lógica de circulación segmentada alertó hace tiempo a los estudiosos de las redes, y puso en cuestión la visión encantada según la cual estas venían a ofrecer un espacio para la horizontalización de la toma de la palabra, el empoderamiento de los ciudadanos en la producción de puntos de vista sobre los asuntos comunes y, por tanto, una democratización de la sociedad. En pocos años, la evidencia llevó a preguntarse si, en estas condiciones de segmentación, las redes sociales son un riesgo para la democracia”, agregan. 

Así, las redes sociales que habían llegado para que todos pudieran hablar, para que existan tantos puntos de vista como sea posible y, de esa manera, democratizar la sociedad, hoy son terreno fértil para la polarización, alimentada por algoritmos que buscan recomendarnos contenidos que refuerzan lo que ya pensamos.

Por eso es irrisorio que algunos analistas cuestionen la “polarización” de la política argentina, o responsabilicen a CFK de la irrupción de Javier Milei: una mirada que sólo puede esconder una visión naif del presente o mala fe, ignorando lo ocurrido con Donald Trump, Jair Bolsonaro, Giorgia Meloni o el crecimiento de la extrema derecha en Alemania. 

A su vez, la utilización de las Fake News como método de campaña electoral está cada vez más presente. En 2001, Ignacio Ramonet advertía que “basta con que un hecho sea lanzado desde la televisión y repetido por la prensa escrita y la radio, para que el mismo sea acreditado como verdadero sin mayores exigencias”. Hoy es aún más impactante: “Nuestras sociedades consumen grandes dosis de información sin siquiera saber que es falsa. La clave es un sistema de instantaneidad que nadie puede verificar y que en muchas ocasiones es una manipulación de laboratorios y estudios de cine o televisión. Ese inmediatismo del que hablamos no permite el análisis de la noticia y la información pasa a ser más de impresiones y sensaciones que de verdades y realidades. Se apunta al sentimiento y no al raciocinio”, escribió Aharonian en 2017, bastante antes que Whatsapp se convirtiera en un elemento clave del triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil, a través de, precisamente, noticias falsas. 

“Los pequeños grupos de «influencers» estaban en lo alto del ecosistema de WhatsApp pro-Bolsonaro. Manipulaban activamente noticias y creaban información falsa para hacerla viral. Los influencers transmitían entonces esa información a grupos más grandes formados por los más fervientes defensores de Bolsonaro, que actuaron como su ejército de trolls. Unidos por su apoyo a la derecha, impulsaban las fake news de influencers hasta hacerlas virales. A partir de ahí, las fake news pasaban a grupos más amplios de brasileños de a pie, que usaban WhatsApp para eludir los medios tradicionales y recibir noticias que reforzaban su inclinación a votar por Bolsonaro en conversaciones que hacían de cámaras de resonancia por la causa”, escribió David Nemer en The Huffington Post sobre aquella campaña.

Es así como las discusiones a veces siquiera giran en torno a la realidad, que pasa a ser irrelevante en determinados debates. En “Fake news, trolls y otros encantos: Cómo funcionan (para bien y para mal) las redes sociales” Ernesto Calvo y Natalia Aruguete lo explican así: “Si un partido de fútbol entre Boca y River termina en una victoria de 3 goles a 2 a favor de uno de los dos equipos, uno no espera que los hinchas de cada club tengan un recuerdo distinto del resultado. Sin embargo, asumimos que cada hinchada tendrá su propia interpretación sobre un penal dudoso por un contacto incidental dentro del área. (...) Hablamos de la ruptura del consenso cognitivo cuando dudamos del resultado del partido debido a nuestras creencias previas. Es decir, cuando los perdedores, más que objetar la decisión de cobrar un penal, recuerdan que el partido terminó en un empate 2 a 2”. 

Y agregan: “Bullok y otros (2013), por ejemplo, muestran que demócratas y republicanos en los Estados Unidos tienen distintas creencias respecto a «hechos» de la política de su país. (...) Estas diferencias se manifiestan en el modo en que los eventos políticos son reconstruidos ex post por los actores políticos o mediante el razonamiento motivado que los repone como eventos. La ruptura del consenso político, por su parte, se observa cuando los perdedores argumentan que el partido terminó 2 a 2 solo para agraviar al oponente. Es decir, aun cuando se sabe que la información es falsa, se la difunde no con el objetivo de comunicar el resultado de un partido, sino para insultar y hacer enojar a quien recibe el mensaje. En este caso no existe un efecto cognitivo, sino una decisión política de utilizar información falsa como una forma de violencia".