Los salvajes aumentos de tarifas en todos los servicios públicos previstos por la Revolución Liberal de Javier Milei configuran un sismo de máximo grado en la escala Richter para los sufridos bolsillos argentinos, cuyos primeros temblores recién se están empezando a padecer. No es necesario hacer numerología ni revolear porcentajes: cuando aparecen las temidas facturas, todos y todas advertimos la presencia en nuestras frentes de gotas de sudor, inmunes a la ola polar cual mosquitos nacionales.

El problema es aún mayor que el impacto directo de los tarifazos, que de por sí es tremendo. El valor de los servicios es, según la mirada heterodoxa, uno de los precios básicos de la economía, es decir de aquellos cuyas variaciones (al alza) se trasladan al conjunto. En castellano: si aumenta el gas, la panadería gasta más en tener el horno prendido y ese costo extra lo deriva, al menos en parte, a la señora que pasa temprano a comprar bizcochitos para el mate.

Es por todo eso que, alejados de cualquier biribiri de la Escuela Austríaca y demás extravagancias teóricas, el presidente y su ministro, el Toto de la Champions, decidieron atenuar los descomunales incrementos que estaban lanzados originalmente, vía sobrevida (provisoria) de los subsidios. Otro tanto con el precio de los combustibles. ¿Cómo era eso de la inflación reprimida? Serán pitufos pero no bolufos, diría el inolvidable Negro Olmedo.

Este novedoso formato neokirchnerista del León libertario tuvo un hito destacado en el conflicto con las prepagas. Luego de la desregulación desaforada dispuesta por el célebre DNU Nº 70 y la consecuente espiralización tarifaria de las empresas del sector, el gobierno nacional retrocedió en chancletas e intervino en ese mercado sin pestañear por la herejía ideológica. Esta montaña rusa terminó desatando una crisis sin precedentes en el rubro porque las compañías ya habían renegociado los contratos con sus prestadores en base a los nuevos valores. Así es como la firma más importante del país, OSDE, sufrió el corte del servicio por parte del poderoso grupo Oroño de Rosario. Inédito e insólito.

Ese mismo motivo explica, en alguna medida, el conflicto entre el Iapos y las asociaciones de clínicas y sanatorios, hoy en trance de resolución. Cuando el ministro de Economía, Pablo Olivares, actual responsable de la gestión administrativa de la obra social provincial, advirtió semanas atrás que los prestadores querían volcar en el Instituto santafesino “lo que no han podido trasladar a los beneficiarios de medicina prepaga”, hablaba justamente de eso. Más aún, lo hizo pensando en Claudio Belocopitt, propietario de Swiss Medical y accionista de Grupo Gamma, otro relevante actor de la salud privada en el sur provincial.

No es difícil advertir que, en breve, habrá novedades poco simpáticas en Iapos. Otro tanto ocurre con las empresas de servicios públicos en manos del Estado provincial, como lo demuestra el proyecto ingresado días atrás por el gobierno de Maximiliano Pullaro para declarar la emergencia en Aguas Santafesinas (ASSA). Va más allá de la coyuntura: el enfoque predominante es que las compañías estatales deben autosolventarse y los aportes del Tesoro deben reducirse a la mínima expresión.

En el peronismo históricamente existió otra visión del asunto, si bien fuertemente discutida en su interior: las tarifas son una herramienta de fomento económico. Esa fue la línea que adoptó incluso la gestión de Omar Perotti, un dirigente difícil (por no decir imposible) de caracterizar como kirchnerista. Más aún con el advenimiento fatal de la pandemia.

Por eso también despertaron cierta curiosidad dos posteos en la red social X de su ex vicepresidente de la EPE, Alberto Joaquín. Primero publicó: “Cristina se equivocó con el nivel de subsidios en el AMBA a las tarifas del sector energético y transporte. E Impidió que Fernández lo cambie. El costo fue altísimo. Peor que la pandemia y la sequía. Desordenó la economía y nos llevó a la derrota electoral”. Y a las pocas horas contrapuso: “Kirchner, el mejor presidente de la democracia, siendo abogado, estudió economía antes de asumir. Gobernando hizo una religión de los superávit gemelos y el dólar competitivo. Controló diariamente el desarrollo de la economía y las finanzas. Él sabía de qué se trataba”.

Es un pensamiento singular, si se recuerda que el recordado pingüino hizo del congelamiento tarifario una de sus políticas centrales de reactivación económica. Tanto es así que mandó al freezer político a su vice Daniel Scioli, hoy embanderado fervorosamente en la causa libertaria, por prometerles a las empresas de servicios públicos privatizados que recibirían un aumento en los valores que pagaban los usuarios.

A todo esto, en la Ley Bases que se debate y se rosquea con fiereza en el Senado de la Nación está incluida la materia energética en el artículo de la declaración de emergencias varias. Es presumible sospechar que no saldrá de allí un alivio para la castigada espalda económica de decenas de millones de argentinos y argentinas.

Como ya quedó en flagrante evidencia, la versión de ese proyecto que salió de Diputados no sólo ataca a la industria nacional, y en particular a la santafesina: también clausura por 30 años la posibilidad histórica de un desarrollo armonioso que la Argentina y su gente necesitan con desesperación.

Semejante perjuicio, que es además un severo condicionante democrático, no impidió que el gobernador de Santa Fe le diera su respaldo público a la Ley Bases, con el argumento de que la Provincia recibirá en lo que resta del año 200 mil millones de pesos más. Esa cifra, inflada con anábolicos para mostrarse en público, es rotundamente asimétrica con el daño estructural que provoca el proyecto en caso de sancionarse.

Cuidado: a esa boleta será imposible no pagarla.