Arrancó la transición de gobierno en la provincia de Santa Fe con muchas ondas de amor y paz, cantaría Piero hace añares, una melodía cuya duración en el tiempo no está garantizada y a la que difícilmente le falten desafinadas y ruidos. Aún así, promete ser un proceso sustancialmente distinto al ocurrido 4 años atrás, cuando la administración saliente le impuso el presupuesto del primer año a la gestión entrante.

La mejor convivencia que se abre en este pase de mando puede deberse a una mejor voluntad de las partes en esta coyuntura, pero ese es un aspecto completamente subjetivo. Hay elementos objetivos que condicionan el trance: si Omar Perotti quisiera hacer lo que hicieron con él no podría, sencillamente porque no le dan los números en la Legislatura. Es decir, no cuenta con el poder de fuego que tenía su antecesor.

Tal vez, aquella transición de 2019 ofrezca una pista para entender, al menos parcialmente, los resultados de las elecciones de 2023. La decisión del entonces Frente Progresista de meterle a la fuerza el presupuesto al gobierno electo, al igual que la ley de ampliación y control del plan Abre, fue una muestra reveladora de que la vocación de poder estaba intacta. Que la determinación era volver a la Casa Gris en 4 años. Que si era necesario, se iba a jugar al fleje y más allá.

Omar Perotti y Miguel Lifschitz (2019)
Omar Perotti y Miguel Lifschitz (2019)

Esa lucha sin cuartel, que se tradujo en una estrategia de bloqueo legislativo que duró los 4 años casi sin fisuras, incluso con la ruptura del FPCyS luego de la muerte de Miguel Lifschitz, es la contracara brutal de las debilidades justicialistas. Un ejemplo nítido de ello fue el acompañamiento de los senadores liderados por Armando Traferri precisamente a las jugadas del presupuesto y el plan Abre en 2019. Sin sus votos, semejante situación hubiera sido imposible. Prefirieron golpear al gobierno que habían ayudado a elegir sin que siquiera hubiese asumido, con el argumento de que Perotti estaba incumpliendo pactos preelectorales.

Lo que ocurrió después ya se sabe: Marcelo Sain en el ministerio de Seguridad, batalla política y judicial en el seno del justicialismo. Ahora, en una curiosa cabriola de la historia, el senador Traferri se mantiene en pie gracias a los votos de su departamento y emprende una ofensiva contra los fiscales que lo acusaron, uno de los cuales aparece involucrado en un affaire escandaloso con una testaferro de Los Monos. Una postal de los últimos 4 años.

A esa confrontación interna le siguieron otras y el peronismo se fue desgajando inexorablemente. Un oficialismo que nunca se sintió oficialista. Un gobierno que no fue defendido ni siquiera por sus propios funcionarios, salvo excepciones que se cuentan con los dedos de una mano. Responsabilidad primaria de Perotti, naturalmente, en tanto gobernador y conductor designado. Pero, como ya se dijo aquí, descargar la totalidad de las culpas en cabeza del rafaelino puede servir a algunos como mueca pública para fingir demencia respecto de las conductas propias. Una maniobra de escaso vuelo.

Esa incomodidad de ser oficialismo resultó coherente con la actuación de sectores significativos del PJ durante largos años de socialismo gobernante, en los que se transformaron en alegres dadores de gobernabilidad. A cambio de efectividades conducentes de diverso formato, por supuesto, desde contratos para amigos hasta el Fondo de Fortalecimiento Institucional del Senado. Un calco del radicalismo bonaerense durante la década del ’90.

Por el contrario, la dureza opositora de estos 4 años empalidece la leyenda de que el peronismo no deja gobernar y otros cuentitos para asustar abuelas. No se lo señala aquí como juicio moral ni lloriqueo pseudo republicano: se lo caracteriza como vocación de poder. No lo es todo ni justifica cualquier cosa, pero sin ella la política es un mero microemprendimiento. Un equipo chico.

Preguntenlé sino a Sergio Massa, cuya ambición ilimitada lo lleva en estas horas a la vieja disyuntiva de la gloria o Devoto. Literalmente. Así se juega por el campeonato.