A un puñado de días del fin de un proceso electoral atravesado por las anomalías, en el que la espiralización descendente del debate público obligó a discutir lo que parecían –pero no eran- obviedades, es necesario reflexionar sobre la parte que nos toca a quienes concurriremos el domingo a las urnas para definir qué será de nuestras vidas en los próximos cuatro años.

Porque sí, es cierto que en condiciones más o menos normales, un candidato a presidente que es ministro de Economía y tiene en su haber una inflación del 140%, no tendría ninguna chance de obtener un triunfo electoral. Sin embargo, por diversas razones, es competitivo. Y hay aquí una evidente anomalía.

No obstante, que semejante portento sea posible no implica que no tenga explicación. Tal vez la razón más explícita sea que su contrincante en el mata-mata del fin de semana que viene es una persona con desequilibrios emocionales manifiestos, propuestas extravagantes y, como quedó expuesto en el último debate, un desconocimiento rotundo de las más elementales nociones de funcionamiento del Estado, del país y de las relaciones internacionales. Con todo, cuenta con serias chances de ser electo presidente y hete aquí otra anomalía visible.

Que un gritón del prime time televisivo se haya convertido en el retador de un oficialismo fallido también tiene un por qué. Se lo puede encontrar en una coalición opositora cuyo paso previo por el gobierno fue severamente lesivo para los ingresos populares y que, por si fuera poco, se entregó alegremente a una interna antropófaga, en la que terminó triunfando una candidata cuyo único balbuceo argumentativo se limitó al amasijo cruento de su rival externo por sobre un jefe de gobierno porteño con recursos dinerarios cuasi infinitos. Tercera anomalía.

Todo lo antedicho en relación con la dirigencia políticas y sus expresiones electorales difícilmente esté reñido con la verdad, si es que tal cosa existe. ¿Pero y la gente? ¿Nosotros y nosotras qué? Porque es ciertamente confortable creer que los problemas se originan exclusivamente en ámbitos ajenos a los argentinos y argentinas de a pie. Sin embargo, debe decirse, no sin dolor, que una porción significativa de la sociedad se permitió poner en cuestión valores básicos de convivencia construidos con sangre, sudor y lágrimas. Como la vigencia misma de la democracia, nada menos.

Esta anomalía de fondo es la que nos interpela hacia el domingo. Se entiende la bronca, la desazón, la angustia y hasta el odio. Y sabido es que se vota con la cabeza, el corazón, el bolsillo, las tripas. Somos seres humanos, al fin y al cabo. Pero también es necesario, a esta altura de la historia, exigirnos un sufragio responsable. Sea cual fuere la opción elegida.

Votar no es elegir una lata de picadillo en la góndola del supermercado. No es buscar y eventualmente encontrar un producto que satisfaga sólo el precio y calidad requeridas por el consumidor. No se trata de adquirir la marca pretendida o de lo contrario, incluso, evitar su compra.

Votar es un acto individual, pero de consecuencias colectivas. Y debe ser asumido con plena responsabilidad. El domingo que viene, en la soledad del cuarto oscuro, estaremos construyendo la Argentina.